arle que las mismas se originan hoy, casi exclusivamente, en círculos cercanos al kirchnerismo (ver, por caso, los trabajos del juez Zaffaroni sobre el tema). Si, en cambio, lo que pretende es desmerecer los esfuerzos realizados por parte de las fuerzas de oposición por recuperar los controles sobre el poder, habrá que decirle que ésa ha sido la reacción constitucional habitual (aquí sí podemos hablar de “siempre”), en toda Latinoamérica, luego de gobiernos dictatoriales y autoritarios. De eso se trató la unánime recuperación de la (tradicionalmente denostada y menospreciada) categoría de los “derechos humanos,” luego de la última oleada de gobiernos autoritarios.
Por lo demás, convendrá recordarle a Laclau que, frente al tipo de constitucionalismo verticalista que él defiende, Latinoamérica ha conocido una vertiente republicana/radical de constitucionalismo, alimentada del radicalismo político de los siglos XVIII y XIX. Dicha concepción vino a pedirle al constitucionalismo (no más poder para las viejas oligarquías, sino) más poder popular, para recuperar la capacidad de decisión y control colectivos, sobre la autoridad propia de los que ejercen coyunturalmente el poder. Todavía hoy, fortalecer esa capacidad popular implica democratizar el poder, y toda iniciativa destinada a democratizar al poder implica derruir el presidencialismo. Este tipo de iniciativas, destinadas no a moderar sino a acabar con el presidencialismo, estuvieron claras para el radicalismo político latinoamericano desde comienzos del siglo XIX. Sus referentes (izquierdistas como Francisco Bilbao y Santiago Arcos, radicales como Murillo Toro, anarquistas como Recabarren en Chile o González Prada en Perú) reconocieron desde temprano que la democracia política por la que abogaban implicaba asumir una postura no complaciente sino confrontativa con la autoridad presidencial concentrada.
En la actualidad, la postura que en lo personal me interesa, y que propone confrontar con el presidencialismo, no nos invita a abrazarnos a la alternativa parlamentarista, como sugiere la anodina ciencia política de los 80. Lo que propone es agujerear el sistema representativo actual, tendiendo múltiples puentes (hoy todos bombardeados desde el poder) entre ciudadanos y decisores. El poder debe volver a la ciudadanía, a quien se le prometiera ese poder, y a quien impunemente se le expropiara. El poder debe salir del lugar en donde hoy nuestras desigualitarias sociedades lo han concentrado: las grandes empresas y el poder político centralizado y autonomizado.
Por supuesto, ese presidencialismo discrecional puede actuar de modos muy diversos: puede ayudar a construir el Estado social, como ocurrió a veces, o puede liderar su desmantelamiento, como ocurrió a finales de los 80. En tal sentido, conviene no olvidar que Fujimori, Menem, Collor de Mello o Uribe son perfectos representantes del modelo del Ejecutivo “que apela directamente a las masas”. Silenciar esa información, u ocultarla, es parte del problema que se analiza.
Laclau no es ingenuo al respecto, pero tampoco parece sincero en s
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